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UN MILLÓN DE VOTOS / Por Juan Carlos Pérez

Por: Juan Carlos Pérez de La Maza, Licenciado en Historia. Egresado de Derecho

Dicen que Eduardo Frei Montalva, candidato presidencial demócrata cristiano en 1964, preguntado respecto de su programa de gobierno y de la posibilidad de hacerle algunos cambios en busca de más apoyo, habría señalado que no cambiaría ni una coma de ese programa “ni por un millón de votos”. El recuerdo histórico anterior lo hago a propósito de dos asuntos especialmente contingentes en estos tiempos electorales: los Programas de Gobierno y las negociaciones tras la primera vuelta.

¿Son necesarios los Programas de Gobierno? Una primera respuesta diría que sí lo son. Cualquiera que se apreste a iniciar una tarea compleja, y gobernar sin duda es de esas, requiere planificar, fijarse metas y establecer rutas. Y comunicar todo eso a quienes solicitará su apoyo en el proceso. Los programas son una pieza de propaganda. Pesadas, arduas de leer y difíciles de tragar. Pero, pese a todo, en las democracias los candidatos elaboran Programas de Gobierno y los ofrecen al examen ciudadano. Allí, los adeptos encontrarán argumentos en los que sustentar su apoyo y los opuestos hallarán razones en las que basar su rechazo. Siempre ha sido así. O casi siempre, dado que, a veces, hay candidatos que demoran demasiado en elaborar esa propuesta, la dan a conocer muy tardíamente o, simplemente, carecen de programa.

No obstante, hay algunos que, entre la sinceridad brutal y el sarcasmo disimulado, señalan que los Programas no son necesarios. Porque, seamos francos, casi nadie le dedica tiempo de lectura al mamotreto, más allá de algunas páginas. Circulan resúmenes, se elabora síntesis, los comandos distribuyen minutas y, especialmente, se utilizan párrafos y citas escogidas con pinzas y buenas (o malas) intenciones. Además, siguiendo con la franqueza, el Programa no siempre se sigue al pie de la letra. Es más, casi nunca se le sigue. Las circunstancias cambiantes, las eventualidades, el contexto internacional y hasta la propia naturaleza se confabulan para que, del programa, sean pocos los que se acuerden tras el juramento de asunción. Por eso, si se elabora, quedará como una bonita pieza retórica, un libraco en la estantería o, en el mejor de los casos, material para los historiadores que encontrarán en él las causas (de éxitos o fracasos) que nadie vio y que eran tan evidentes.

El otro asunto que trae a esta Columna el tema de los Programas de Gobierno, es su modificación, las adiciones, los recortes, las correcciones y los ajustes de que estos documentos son objeto, después que el candidato supera con éxito la primera vuelta. Como dicen los analistas, esa es una elección totalmente diferente. Que obliga a los candidatos a la laboriosa tarea de restaurar amistades rotas, desdecirse de declaraciones pronunciadas al fragor de la primera vuelta, explicar lo inexplicable y ganar adeptos por aquí, sin perderlos por allá. La segunda vuelta es el momento del delicado arte del funambulismo, de deslizarse con elegancia (en la medida de lo posible) por la cuerda floja de las negociaciones. Y allí cobra especial relevancia el mentado Programa de Gobierno.

¿Cuántos votos gana el candidato si rectifica ciertas propuestas programáticas? ¿Cuántos votos pierde si lo hace? Si el Programa es, a fin de cuentas, un listado extenso de ideas, proyectos y promesas, ¿no se puede remozarlo para que resulta más atractivo? Los apoyos requeridos nunca se obtienen de gratuito.  Cada voto que se agrega tendrá, seguramente, un costo expresado en ofertas y compromisos nuevos, que han de conjugarse armoniosamente con el resto. Y eso, nuevamente, requiere el talento del equilibrismo y la astucia del cálculo certero. Porque el candidato no podrá equivocarse cuando añade ofertas nuevas o suprime promesas hechas. Y si bien todas estas adiciones y mermas se practicarán en la realidad virtual del Programa de Gobierno, sus efectos se plasmarán contablemente aquella noche de la segunda vuelta, cuando a partir de las 20:00 Hrs., observemos con angustia o alborozo, cómo cambia, de uno a otro, aquel millón de votos que una simple coma hizo desplazarse.96

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