No es esa fecha del mes. Tampoco la menopausia y sus encantadores cambios hormonales. Niña he sido siempre, así que tampoco puede asociarse a mi feminidad. Me declaro sensible, pero no dramática. Emotiva pero no emocional. Por lo mismo, no hay nada que justifique que terminara, un martes cualquiera, abrazando con tanta emoción al guardia de seguridad del supermercado… Pero la semana no partió ahí. Partió en un acto cívico.
Un acto donde yo: el hilo más delgado que se corta cuan[1]do los hilos se cortan; representaba a mi Jefe. Se inauguraba alguna maquinaria en un camino lejano, que claro que es importante para los que van por él, pero la verdad, no tanto para mí. La cosa es que ese día, era mi primer encuentro; digamos masivo con otros seres humanos desde que esta tontera de virus empezó. Era un patio abierto, sillas manteniendo la distancia, discursos varios y de repente; el himno nacional. Ahí empezó todo. Porque estaba yo, cantando a grito pelado, bajo la mascarilla en honor a “los valientes soldados”, cuando de repente se me empezó a apretar el pecho. El himno es lindo.
Dicen que salió segundo en un concurso mundial después de la Marsellesa, pero a mí al menos, no me gatilla estas emociones. El tema es que estas empeoraron cuando en el clásico momento artístico al violín sonó: “Por una cabeza”. Lindo el tango, maravillosamente interpretado… Ahí, mi respiración se agito y empezó un poco elegante moquilleo.
Las cosas empeoraron cuando premiaron a un funcionario que cumplía 40 años en la empresa. No conozco al caballero. De lejos parecía simpático y bonachón. Todos le aplaudieron con mucho aprecio. Sus ojos brillaban. La emoción traspasaba su mascarilla, la distancia social y el olor a alcohol gel que llenaba el aire. Dio un discurso simple, breve pero sentido. Y ahí sí que ya no aguanté más… Y fue así, como en pleno acto cívico, rodeada de desconocidos, una mañana cualquiera de octubre me encontró llorando como si el mundo se fuera a acabar.
Creo que en el mismo vaso que se colmó de gotas, estaban los dos años de encierro por la pandemia, las delicias del teletrabajo, las emociones contenidas en tanto tiempo y el miedo a la muerte que hemos visto tan de cerca. El himno, el tango y el señor premiado fueron solo pretextos. Porque en el fondo estoy yo: toda emocionada con lo que sea, al borde del llanto todo el rato, con las emociones a flor de piel. Dudando de todo, sintiendo que lo que era seguro y cierto ya no lo es tanto y viendo como el futuro no se ve tan venturoso y feliz, como hace años parecía. Pero no todo es sombra. Alegrías hay miles. Un beso, un abrazo, un cumplido sincero, cierta Reina del Prekínder B. Después de todo, la felicidad se esconde en los detalles. O en el uniforme de guardia que esconde al “Valenzuela”. Entrañable amigo al que no veía desde 2° básico