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Asistencialismo como estrategia de clientelismo político

Mientras la carrera por la elección presidencial, así como de diputados, senadores y consejeros regionales,  se sacude entre debates y encuestas para el 21 de noviembre de este año, junto con pensar por quién se inclinará el amplio porcentaje de indecisos, lo que ocurrirá con Boric, Sichel, Kast y Provoste (más arriba en las estadísticas) o si se irá a segunda vuelta, también deberíamos  girar la cabeza hacia el sentido de gobernabilidad y las estrategias de gobernanza inscritas en los programas de los candidatos.

Eso, sobre todo, prestando atención a una acción política que puede no apuntar a resolver problemas estructurales en nuestra sociedad, sino que se traduce en una “forma de ayuda” condicionada y condicionante entre medios y fines, solventada en un asistencialismo clientelar de contraprestación. Me parece imperativo revisar alternativas de regulación no sólo legales o jurídicas, sino ante todo éticas y cívicas, respecto a un clientelismo político que forja relaciones de intercambio material y/o simbólico, necesarias y favorables sólo para las partes directamente involucradas.

Hablamos de una especie de “amistad política interesada”, que no sólo atañe a comportamientos morales para el ejercicio de funciones en instituciones estatales, sino, además, al sentido sustantivo del servicio público. La misma, se concentra en una doble racionalidad pragmática de costos y beneficios, que pueden arribar en corrupción o cohecho.

Muchas veces se intenta hacer pasar como ejercicio de la cultura política la transacción de votos por promesas, aumentando la tendencia de algunas autoridades a abusar de sus cargos o entrar en una gestión corrompida, lo que según Corzo (2002), permea el clientelismo electoral, de partidos y el burocrático, acrecentando desigualdades, vulneraciones y segregación social,  operando como maquinarias para ganar elecciones,  además  del uso selectivo de programas sociales o focalización de políticas, así como la distribución sesgada de bienes particulares o de obras públicas, que capitalizan voluntades y propician una “proletarización pasiva” de la ciudadanía (Offe, 1992).

No me refiero a una estrategia destinada únicamente a sectores más carenciados, pues también afecta a la clase media y acomodada. En el primer caso, Cazorla (1994), distingue la creación de puestos de trabajo en el sector público, concesión de licencias, subvenciones, liberaciones, derechos de utilización o proyectos, mientras en el segundo, basta con aludir al nepotismo o clientelismo familiar.

En consecuencia, superar este vicio implica configurar carreras políticas a través de programas realmente diferenciados, sostenibles y consistentes, donde prime la legitimación de cada candidato, así como la marca histórica en las misiones meritocráticas de los partidos, sustentadas en pilares de ética pública y cultura cívica ligada a valores de participación, equidad, pluralismo y justicia social. Debemos mirar hacia el fin superior de la institucionalidad pública y del sistema político, para asegurar una real garantía a la dignidad, buen vivir y bien común.

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